Confesión VIII

Confesión VIII

Te regalo todo lo que dije hasta ahora.

Alicia en el país de las maravillas

Al hijo de Alicia…

Dios es celoso –dijo Alice, sentada en la sala de Wonderland– a él no le gusta que los hombres adoren falsos dioses. Te preguntabas cómo le dio el poder de la creación para que formara el cuerpo que te condena al infierno. Porque esos falsos dioses tienen ojos y no ven –dijo– tienen oídos y no escuchan. Podías verlo a través el espejo, durmiendo en su altar… ese cuerpo que adoras, ese dios pagano ante el cual te hincas de rodillas para tocar el cielo.

Mea culpa o réquiem para ti

Mea_culpa_o_requiem_para_ti

«Entender. No inteligir: entender. Una sospecha de paraíso recobrable:
No puede ser que estemos aquí para no poder ser.»

Julio Cortázar. Rayuela. Capítulo 18.

¿Para qué sirve una mujer quebrada? Tú querías una y ahora que la tienes –como niño con antojo– nada haces con ella.

Te debo una disculpa. Probé contigo todas las variantes desde la total transparencia –con la que irremediablemente te dejé inválido para caminar conmigo– hasta la falacia. En este mal hábito mío de ensanchar el alma las cosas casi nunca regresan al estado inicial. Tú lo sabes, la física es lo tuyo. Al fin y al cabo sigo siendo la desubicada de siempre.

Te he dejado mortificar a mi ego tantas veces que este ejercicio estéril ya me sale como cosa natural. Lo gracioso es ver como juegas, con prestancia, lo miras con cara de elefante en la habitación y con la punta del pie, para que yo no lo note, le pegas para ver de reojo como cae al vacío.

Era demasiado pedir que te quedaras a salvar estos huesos anónimos de la autofagia. De todos modos repito tu nombre como un mantra cuando mi mano insiste en regresar a la adolescencia –porque mi celibato no incluye ni pajas, ni porno.

Ya se: una mujer quebrada sirve para sanar.

Tragaluz

tragaluz

Ella siempre me mira con esos malditos ojos que simulan ser negros. Perversa, con cara de niña traviesa que planea jugar toda la noche con el instinto ajeno buscando escuchar me tienes loco. La miro mientras guía sus caderas por la principal avenida del barrio y voltea la cabeza a ver si aparezco y en un atisbo de cordura decido no permitirle más que me desnude –que nos desnude– en público.

Hoy algo pasó: traía los ojos claros, llenos de una luz rara, una luz de malecón temprano en la mañana. Venía con cara de quien descuelga una sonrisa del perchero y decide que le queda bien ese día, que combina perfecto con este par de zapatos y aquella cartera.